La mañana del 12 de diciembre de 2016, una mujer de 24 años hace una denuncia en contra de un hombre de 53 a través de sus cuentas de Facebook y Twitter. Ha sido agredida verbal y físicamente por él, asegura. Ese día ella decide ponerle “nombre y apellido”: el hombre es Orlando Pérez, director del diario público El Telégrafo. La mujer se llama Gloria Ordóñez y es una estudiante de periodismo que había conocido a Pérez en un club de periodismo. Ella recurre a las redes sociales porque, según le diría después a diario La Hora, la justicia avanzaba con lentitud en su caso. Siete días antes, Ordóñez había ido a la Unidad de Violencia Contra la Mujer y Miembros del Núcleo Familiar del Guayas para denunciar a quien ella se refería como “mi enamorado”. Lo acusaba de haberle halado del pelo y arrastrado para sacarla de su departamento después de una discusión ese mismo día a la una de la mañana. De acuerdo a la denuncia, él quería que Gloria se marchara, pero ella se rehusaba a hacerlo a esas horas de la madrugada. Ese habría sido el detonante de lo que pasó después. Según Ordóñez, era la primera vez que él la agredía físicamente, pero no la primera en que lo hacía psicológicamente. La mujer incluye en sus posts en redes sociales una fotografía del documento, una del rostro de Pérez y una de su cuerpo, en el que se observan moretones en ambos brazos y en una rodilla. En Facebook ella cuelga un vídeo de lo que parece ser un fragmento de la supuesta agresión. Ese mismo día, en Twitter empieza a circular otro vídeo que muestra otro fragmento, más largo, de aparentemente el mismo episodio. En él, Orlando Pérez, quien graba, le pregunta a Gloria qué hace en su casa sin su autorización. Le pide repetidamente que se vaya. “¡Fuera de aquí”, le dice algunas veces. La deja terminar muy pocas oraciones. Ella finalmente admite que está en la casa de él sin su permiso hacía 24 horas, y que ya se había marchado, pero que volvió porque quería verlo. Varios usuarios de redes lo comparten como prueba de descargo de la supuesta agresión.

Orlando Pérez no se pronuncia sino hasta el día después, por medio de una rueda de prensa. Presenta su versión de los hechos, no responde preguntas, pero dice haberse presentado por “absoluta responsabilidad pública, transparencia”. Dice estar dispuesto a acatar las leyes y a que, bajo el amparo de la Constitución, se haga justicia. Más tarde tuitea un comunicado, en el cual no niega ni acepta la agresión física. “Lamento haber utilizado frases fuertes. Y lamento todo esto porque Gloria es la mayor afectada, como mujer”, dice. Llama “encuentros casuales” a lo que Gloria Ordóñez en su denuncia, cataloga como una “relación consensual” de un año y cuatro meses de duración. Pérez pide que la manipulación mediática del caso se detenga y que los medios manejen el tema “con la mayor ética profesional posible”. Dice también: “Esto es un asunto privado y así será tratado en adelante”.

Orlando Pérez ha pedido una boleta de auxilio (Gloria recibió la suya el 7 de diciembre) y denunció a Gloria Ordóñez por violencia psicológica. Mientras tanto, él se encuentra fuera de su trabajo, con permiso sin paga (inicialmente, Medios Públicos del Ecuador reportó que estaba de vacaciones).  Varias organizaciones, como Nosotras por la Democracia,  han repudiado la agresión denunciada y han pedido que se investigue. El Grupo Parlamentario por los Derechos de la Mujer, del que es parte la asambleísta oficialista Rosana Alvarado, presentó un comunicado en rechazo a toda violencia de género. “La violencia no es un tema privado. Es delito” escribió Alvarado —que también es Vicepresidenta de la Asamblea— en el tuit en el que compartió el documento.

Con los procesos iniciados por ambas partes aún abiertos, la especulación sobre qué sucedió esa madrugada crece. También crece la polémica entre quienes demandan que la justicia investigue la agresión denunciada por Ordóñez y quienes aseguran que es una fabricación política maniobrada por la oposición al oficialismo en épocas de campaña electoral. Más allá de los individuos involucrados en este caso específico, la controversia es un reflejo del trato que, desde la sociedad y la administración pública, tiene el tema de la violencia en contra de la mujer en nuestro país y Latinoamérica. Es un reflejo de las apologías a los agresores, de las dudas sobre la credibilidad de las víctimas, y del machismo y de la misoginia que aún se cuelan en cada reflexión y reacción que tenemos ante noticias de esta índole.

Siete mujeres opinan, desde distintas perspectivas y contextos, sobre este fenómeno.

I
Cuando lo privado es político

La violencia de género jamás puede ser considerada un asunto privado. Hacerlo es invisibilizar a la víctima y olvidar que el movimiento feminista ha luchado por décadas para lograr que lo privado se vuelva político y que el Estado proteja a las víctimas. Si la violencia contra la mujer no se eleva al plano de lo público y la sociedad no se involucra activamente en condenar estos episodios, jamás veremos un cambio. No es una casualidad que el movimiento Ni Una Menos, que cada vez gana más fuerza en Latinoamérica, use como bandera la frase “Si tocan a una, nos tocan a todas“.

Para poder erradicar la violencia contra la mujer, lo primero que debemos hacer es descartar el mito de que es un hecho aislado, del ámbito privado, y un tabú del que no se debe hablar. Al contrario, la decisión de denunciar esto públicamente ayuda a desmontar el estigma que enfrenta la víctima y permite ver que esto ocurre en todos los niveles sociales, sin importar la raza, la edad o el nivel de ingresos.

En este caso en particular hay una perspectiva adicional que atraviesa el asunto de lo privado versus lo público. Orlando Pérez es una persona pública, con mucha influencia en asuntos de interés general. Como director de un medio público, cuya existencia sostenemos todos los ecuatorianos con nuestros impuestos, nos corresponde pedir explicaciones y exigir que la justicia investigue la denuncia con presteza. A él le corresponde responder nuestras preguntas. En 2011, cuando Fernando Aguirre quien entonces era asambleísta por Sociedad Patriótica fue acusado de golpear a su esposa, Pérez exigió (con absoluta razón) que el supuesto agresor diera la cara y que hubiera cero tolerancia hacia la violencia de género. En este caso exigimos exactamente lo mismo, ni más ni menos.

Nessa Terán
Periodista

II
La avalancha que no existe y la burbuja que cree en ella

En temas como violencia de género y machismo, la realidad virtual –para muchos– se convierte en sinónimo de la única realidad posible. Con las redes sociales, esa realidad suele confeccionarse con los retazos que cada uno elige incluir (a quién seguimos, a quién bloqueamos; medios e individuos).  Lo que implica que, por default, excluimos muchas cosas. Así, un espacio que tiene el potencial para ser de intercambio y diálogo, la mayoría de veces es usado como un espacio de segregación. Hay evidencia para demostrarlo: Hace unos días, científicos del Laboratorio para Máquinas Sociales del Massachusetts Institute of Technology (MIT) Media Lab encontraron que, en la reciente elección presidencial estadounidense, se crearon burbujas de información: las de los seguidores de Trump y la de los seguidores de Clinton. Al igual que esos dos polos, los bandos que se crean en todo el mundo, alrededor de cualquier temática y polémica, jamás se escuchan, jamás se leen, jamás interactúan. De sus respectivas burbujas purgan todo aquello que no vaya acorde a sus ideologías, creencias y simpatías. El mundo se nos abre gracias a las redes, pensamos, pero en realidad solo empacamos en nuestras burbujas las partes y visiones del mundo que nos resultan convenientes. Y para hacerlo llegamos a tomar rumores y noticias falsas como hechos y verdades (no nos molestamos en comprobar la fuente), así como a replicar estudios y estadísticas de portales y medios de dudosa reputación.

Así se han construido mitos, como el que existe una avalancha de denuncias falsas sobre violencia de género (o que el feminismo es machismo a la inversa, o que busca la opresión masculina). Existen, sí; como en toda otra área del derecho penal. Pero, a pesar de que el porcentaje es sumamente bajo —en España, por ejemplo, de casi 130 mil denuncias por violencia de género en el 2015, solo dos acabaron en condena por haber sido falsas (el 0,0015%)—, el mito no pierde fuerza. La tendencia es convertir esos pocos casos en combustible y dudar de cada denuncia. De este modo, las mujeres que acuden a las redes sociales para denunciar abusos de esta índole son colocadas en el banquillo virtual. Un espacio que debería funcionar como amplificador del problema real y horrendo que es la violencia hacia las mujeres, se vuelve un arma de doble filo: puede atraer atención al caso, pero mucha de esa atención, lastimosamente, buscará saber qué hizo la denunciante para provocar la agresión o si está inventándola como vendetta o extorsión.

Seis de cada 10 mujeres sufren violencia de género en Ecuador, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC y ONU Mujeres). Y hay algunos que prefieren mover el foco del asunto a las denuncias falsas. Gloria Ordóñez tiene el derecho de difundir su caso y buscar justicia mediante los procesos pertinentes. Hasta que no haya una sentencia, lo ético es demandar que esos procesos se hagan de la manera más rápida y transparente. Lo ético es tomar en serio su denuncia y tomarla en serio a ella. No podemos darnos el  lujo de sentar como precedente el que se haga una quema de brujas de las denunciantes antes de una sentencia. No podemos darnos el lujo de desestimar acusaciones de este tipo y, simultáneamente, de enviar a las miles de mujeres que son agredidas por hombres el mensaje de que es mejor callar a ser lanzada a la hoguera mediática (o simplemente ignorada). No podemos darnos el lujo de seguir en nuestras burbujas. Eso no implica asumir que Orlando Pérez sea culpable o no, pero sí reconocer que está acusado de algo muy serio, y que ni él ni nadie deben intentar restarle gravedad a esa acusación o a las indagaciones respectivas.

Marcela Ribadeneira
Escritora

III
Entre Marx y machos al desnudo

Recuerdo cuando filmábamos Entre Marx y una mujer desnuda, la película de Camilo Luzuriaga, allá por los años noventa. Una escena sucede durante una fiesta en la sede del partido comunista. En un momento, Margara María, protagonista de la historia, mujer militante de izquierda, defensora de sus ideales, joven, bonita y siempre crítica de las actitudes de los hombres de su partido, ingresa a un cuarto solitario donde al fondo se ve un cuadro enorme de Karl Marx. Inmersa en sus dudas y pensamientos, es sorprendida por detrás por Braulio, secretario general del Partido y candidato a diputado por el mismo. Él la besa en el cuello. No se sabe si ella lo acepta o no, solo cierra los ojos hasta caer de bruces en el piso con el cuerpo de Braulio encima. Ella no grita, no se defiende; apenas un pequeño gesto de rechazo se refleja en su rostro mientras se escuchan los gemidos de él. Braulio tiene el poder, debe someterla, debe hacerle entender que ella solo sirve para ser poseída sexualmente. Él la viola en silencio. El resto de los militantes, incluido el intelectual revolucionario Gálvez, su pareja en silla de ruedas, disfrutan de la fiesta.

En esa época, muchos hombres de izquierda llevaban el pelo largo, gorras del Che y lentes gruesos, fumaban habanos y nos trataban de compañeritas. Se asumían antipatriarcales y hasta feministas (aunque en ese tiempo no era común el término). Se decían solidarios; abrazaban y besaban a todas por igual. Gritaban consignas a favor de los derechos de todos. En las asambleas hablaban con grandilocuencia y muchas mujeres quedaban prendadas de sus discursos, y ellos lo sabían. Saboreaban ese poder. Por eso, luego de varias copas, era común escucharles decir que se habían “comido a todas”. Era rumor, comentado en los pasillos, que luego de las fiestas, asambleas, reuniones del partido y marchas ejercían sobre sus parejas violencia física y psicológica, lo que desentonaba radicalmente con sus discursos de construcción del hombre nuevo.

Muchos de estos machos de izquierda (con las excepciones de toda regla) se volvieron figuras públicas. Se hicieron famosos en la política y hasta llegaron a ser parte de varios gobiernos, pero siguieron siendo, por dentro, iguales que el Braulio de la película. Jamás admitieron, ni admitirán, que eran machistas y misóginos. Cuando alguien se atrevía a decírselos, se defendían con vehemencia, sin darse cuenta de que esa vehemencia era directamente proporcional a la dimensión de cuan machos y violentos eran. Tildaban a las mujeres que se atrevían a encararles, de “feministas bigotudas”. Eran parte del mismo sistema que decían, a gritos, que había que cambiar. Sin embargo reivindicaban su propia historia patriarcal. Avalaban, escondidos, el sistema detrás de su máscara de hombres nuevos, aunque ya eran viejos y cada vez más violentos.

Pero lo triste de todo esto, fue y será, el silencio ensordecedor de las mismas mujeres que fueron testigos de la violencia solapada de estos machos. Se pusieron del lado de ellos y, aunque veían el llanto silencioso de muchas Margaras Marías, viraban la cara y seguían de largo, al igual que Ríspido, el poeta grafitero, lo hace en la película cuando ve lo que Braulio comete.

¿Fue Entre Marx y una mujer desnuda un filme premonitorio de lo que pasa ahora o retrató solamente el espíritu de una época? ¿No se trató, entonces, de ninguna persona, hecho o institución, como decía su director en ese momento? Ahora lo dudo. Estos hombres de izquierda, personajes de la película y de la vida real, ensalzaron el pensamiento progresista. Y, por principios, debían haber sido feministas de carne y hueso, de verdad; pero no lo fueron. Sus pares de derecha, igual de machistas y misóginos, defendían los valores tradicionales que los hombres de izquierda decían combatir, pero estos últimos, en la intimidad, eran exactamente iguales a ellos. Por eso están en deuda enorme con la historia en términos de género.

En la vida, como en la película, la desilusión llegó pronto y muchas abandonamos el partido que no tardó en convertirse en una desvencijada institución caduca y anacrónica. Y estos hombres se quedaron en nuestra memoria, y mientras escribo esto me tiemblan y sudan de nuevo las manos, pero estoy convencida de que hay que decirlo ahora, después de tantos años, aunque con ello venga la excomulgación definitiva.

Entre Marx y una mujer desnuda  fue el autorretrato de una generación que creyó que otro mundo era posible, cuando todo estaba prohibido, hasta el amor, como rezaba su tráiler. Pero lo que pasa ahora supera cualquier ficción posible y hay que develar a todos los Braulios de hoy. Porque la violencia contra la mujer sí es de todos, derechas e izquierdas, llámense Bertolucci, Allen, Polanski, Trump y un largo etcétera.

Mariana Andrade
Gestora cultural y productora de cine

IV
Es que a veces, aunque no lo digan en voz alta, las mujeres estorban…

Le pasa a Madonna. Nos pasa a las que no cantamos ni en la ducha. A veces las mujeres somos tremendamente molestas. Demandamos lugares, demandamos respeto, demandamos derechos, demandamos una igualdad que fue peleada hace décadas, pero que no se hace efectiva. Los discursos misóginos y sexistas circulan impunes —aunque hay breves momentos gloriosos en que alguien no se ríe de un chiste machista y la gente se queda sin saber cómo reaccionar. El cuerpo femenino sigue siendo blanco de violencia física —aunque en el momento de las denuncias, las víctimas suelen convertirse en culpables— y cada vez tenemos más datos para confirmar que la violencia de género no es algo aislado, sino algo que sistemáticamente se distribuye en distintas capas de la sociedad. [Por favor, no inserte aquí el discurso pueril de “las feministas son unas exageradas y odian a los hombres”].

Una de las formas de violencia más silenciosa y aceptada tiene dimensiones simbólicas: es un problema de enunciación, está en el lenguaje y en las relaciones de poder. Implica directamente a los sujetos que, si quisieran, podrían hacer cambios efectivos en las relaciones heteronormadas y patriarcales establecidas. Uno de los frentes donde esta violencia se libra es en el campo profesional, como lo dijo Madonna: una mujer no puede hacer lo mismo que un hombre. Es verdad que hay más mujeres en cargos de poder, que los partidos políticos incluyen mujeres para tener paridad de género, ¿pero cuánto del poder que pueden ejercer es real? ¿Cuánto poder tienen los discursos femeninos frente a los discursos masculinos?¿Cuántos hombres tratan igual a sus colegas hombres que a sus colegas mujeres? ¿A cuántos hombres les hacen las mismas preguntas sobre su vida privada que normalmente se hace a las mujeres? ¿Cuántas mujeres ganan lo mismo que sus colegas hombres? [Por favor, no inserte aquí el discurso libertario -no en el sentido clásico, sino como borrego de Rand- de “las mujeres ganan menos porque eligen profesiones donde se gana menos”].

En varios espacios profesionales de la cultura —hablo de mi campo de trabajo, el que conozco—, ser mujer puede convertirte en amenaza para aquellos que tienen poder y temen ser desplazados. Peor aún: mujer joven y académica. En un entorno donde los cargos de poder no se ganan por méritos profesionales, sino por permanencia y duración en la escena cultural, las tensiones son constantes. En los últimos años, se ha vuelto evidente que una generación formada profesionalmente, con títulos ganados en la academia, empieza a ocupar espacios, espacios que históricamente han pertenecido a hombres (un ejemplo rápido: vean la lista de presidentes de la Casa de la Cultura), esa generación, donde muchas mujeres aparecen en escena, no es cómoda para las viejas élites culturetas (no culturales, culturetas), peor aún cuando el discurso simplista de la cultura sigue creyendo en el “genio artístico”, la “inspiración”, las ”musas” y en la idea romántica del arte, que a su vez, tiene una idea romántica de las mujeres. En ese entorno, para muchos hombres es mejor que las mujeres se mantengan en sus lugares habituales: que sean hipersexualizadas y estén dispuestas a conquistar y ser conquistadas; que trabajen en el backstage y les dejen brillar; o que sean inofensivas y no hablen mucho, que no opinen mucho, porque las opiniones, sobre todo cuando son fundamentadas, estorban. Articular discursos contundentes desde lo femenino puede tener más poder que el estado de las relaciones hombre-mujer. Y muchas veces el temor ante el discurso femenino ocasiona respuestas poco inteligentes como la del tuit absurdo del candidato a Vicepresidente por el partido Fuerza Ecuador, Ramiro Aguilar, “dejen opinar como hombre en un mundo en que los hombres tenemos cada vez menos derecho a opinar”, como los ataques, como las agresiones y descalificaciones profesionales,  y claro, no puede faltar el insulto número uno de los hombres que se quedan sin saber qué decir: ¡feminazis!

No creo que ser hombre en este tiempo sea fácil. Creo que las masculinidades son tan complejas como las feminidades, pero que el mismo discurso machista se niega a explorarlas y se empecina en encasillar a los hombres en un mismo saco. Les dejo unas preguntas: ¿Qué es opinar como hombre? ¿Como qué hombres? ¿Alguna edad en especial, oficio o clase social…? Ser hombre en este tiempo también implica tener una gran solvencia intelectual para reconocer que tienen privilegios concedidos —y no discutidos— a lo largo de la historia, implica generosidad e inteligencia para saber poner esos privilegios en crisis y compartir lugares sin sentirse amenazados, porque la violencia simbólica se controla desde el lenguaje, desde las actitudes y construir espacios de igualdad nos involucra a todos.  

Anamaría Garzón
Curadora de arte contemporáneo

V
La víctima siempre será culpable

A veces parece que en las redes sociales desaparece la empatía. La declaración de la víctima no tiene peso: la gente cuestiona qué hacía ahí, por qué se vestía así. Se ponen en duda sus intenciones. Se pregunta por su ‘pasado’, como si hubiese gente sin historia. Una mujer que denuncia la violencia de género parece nunca tener la verdad. En Ecuador, frente al testimonio de Gloria Ordóñez, se cuestionó en las redes qué hacía una veinteañera con un hombre de cincuenta, por qué no quería irse de casa del agresor y que si se trataba de un asunto ‘privado’ (al parecer la violencia de género sólo lo es cuando ocurre puertas afuera). Hubo también quien dijo que sus moretones eran maquillaje.

Las redes han pervertido el principio de inocencia: la víctima es culpable aún cuando se demuestre lo contrario. En mayo de este año, en Brasil, una menor de edad fue violada por más de treinta hombres. Su cuerpo desnudo, sangrante y desmayado fue exhibido en fotos y vídeos en las redes sociales. Los comentarios en las páginas webs de los diarios no hablaban sobre la afiliación al tráfico de drogas de los perpetradores; todo era sobre ella: que andaba con traficantes, que tenía un hijo, que se vestía de tal manera. La chica fue sometida a un ultraje cibernético apabullante. Las redes se volcaron contra la víctima de una violación colectiva. Una masa de voces ocultas tras la pantalla se adueñó de la verdad desde sus prejuicios.

Y las voces —con rostro, nombre y apellido— de las mujeres elegidas por voto popular para representar a los ciudadanos callan cuando se trata de temas de género. Las sumisas siguen siéndolo. El feminismo no existe. Callan por el bien del proyecto, igual que en algunas familias se callan las golpizas a la madre “por el bien de la familia”.

Sabrina Duque
Escritora

VI
Machos que quedan bien

Los casanovas tienen un frase predilecta: “no mantengo ninguna relación sentimental formal con nadie”. Es la misma que dijo Orlando Pérez cuando contó lo que pasó con Gloria Ordóñez. Ellos no pueden mostrar sus afectos así porque sí, y lo que hacen es ocultar a las mujeres de su vida para seguir en el juego. Pero no son más que personajes arcaicos que aún piensan que les toca más de una mujer por cabeza.

Estos machos insensibles e indomables también suelen pregonar que todos sus romances son esporádicos. ¿Les suenan frases como: “La agarré una noche”, “Solo vacilamos”, “Jodimos un rato”? Estas son las formas populares y machistas para decir lo mismo que dijo el periodista: “He tenido encuentros casuales”.

Y Orlando Pérez dijo otra cosa más sacada del manual del macho que se respeta: “Lamento todo esto porque Gloria es la mayor afectada, como mujer”. Con esta frase convocó a la sociedad machista, que empezó a arrinconar a Gloria por andar sola a medianoche, por buscar a un hombre en su departamento y hasta por gritar cuando la golpearon. Esa sociedad machista, con el paso de los días, bromeaba con el caso y decía: “Por algo le debe haber pegado”. Como si hubiese algo que justifique que un hombre golpee a una mujer. Y así, mientras el señor Pérez pidió que esto se resuelva a puerta cerrada y que se acabe el linchamiento mediático, también mandó al paredón moral a Gloria.

Soraya Constante
Periodista

VII
La(s) disyuntiva(s) en los «encuentros casuales»

Todas y todos conocemos a al menos un “Orlando”: aquel que deslegitima afectos, creando formas de intimar y de amar desiguales. Formas donde las expectativas de uno y otro, al igual que las decisiones sobre el tiempo juntos en un espacio como un departamento —en este caso— van a ser unilaterales. Podemos hablar de una intimidad desigual, en donde las valoraciones que hacen ciertos hombres sobre la legitimidad de una relación están por encima de las necesidades y expectativas de su pareja. Este reduccionismo de cuerpos permite situar a la violencia intrafamiliar en la esfera doméstica considerada erróneamente como «privada», afectando a quienes conforman la sociedad. Dichas afectaciones están, nuevamente, diferenciadas por género en su cruce con identidades y categorías de edad, etnicidad y clase (entre las principales de este caso). El desprestigio y la desvalorización —pública, privada, institucional, mediática o familiar— de cualquier tipo de violencia contra las mujeres (basada en desigualdades de género), restringe la participación ciudadana y los espacios democráticos.  Lo hacen catalogando a un tipo de cuerpos —el de mujeres y aquellos considerados como femeninos— para uso sexual, afectivo y laboral, entre otros. Estos usos de los cuerpos de las mujeres operan en eslabones y no aisladamente. Orlando Pérez no es solo un individuo, sino el director de un reconocido medio de comunicación. La atención ciudadana debe estar situada en el menosprecio profesado por Orlando Pérez hacia Gloria y dónde este descansa (violencia basada en género). ¿Cómo puede alguien que ejerce la violencia intrafamiliar por un lado y la minimiza por otro, estar a cargo de decidir las noticias que se imprimen como verdades?

María Amelia Viteri, Ph.D.
Antropóloga y Especialista en Estudios de Género y Diversidades